La primera noticia que se conoce históricamente en nuestra ciudad, con referencia a las veredas, se encuentra en el volumen X, folio 352, del 15 de marzo de 1812, del libro de Actas del Cabildo de Tucumán, donde se determina la obligatoriedad, por parte de los vecinos, de construir sus respectivas aceras, bajo pena de severas multas a los infractores; aunque el Acta no señala en absoluto la reglamentación a la que se deberían ajustar las construcciones de éstas, sus niveles, o el ancho que deberían tener, incluso. Pero, por las realidades posteriores, esa loable determinación de los funcionarios no pasó más allá de ser una mera expresión de anhelo, surgida de una necesidad que sería evidente, sin duda, pero no realizable en la práctica, por no encontrarse previstas ciertas condiciones de infraestructura, que se emprenderían bastante más tarde, en la década de 1865-1875, aproximadamente.
Desde su refundación, luego de Ibatín, en 1685, nuestros ancestros, quizás un tanto indolentes, no respetaron en el devenir de los años las previsiones que se habían adoptado, advirtiendo la extensión del entonces caserío, permitiendo por el contrario, que el poblado se desarrollara en forma anárquica, sin planificación alguna y manteniendo una cierta normalidad al respecto, únicamente en el ejido céntrico, el original de su fundación.
Ríos torrentosos
Es posible que algunos vecinos cuidadosos, los menos seguramente, habrían prestado oídos a la ordenanza citada, construyendo sus respectivas veredas; pero, cuando llovía copiosamente, las calles se transformaban en verdaderos ríos torrentosos, furiosamente crecidos, que se llevarían, entre el rugir de las aguas, las bien intencionadas veredas, los baldosones y los buenos propósitos de los vecinos obedientes.
Nuevamente saldría a relucir el tema de la necesidad de las veredas, el 7 de febrero del año 1821, cuando la República de Tucumán se encontraba en sus intenciones organizativas. El presidente, coronel don Bernabé Aráoz, encargó al ingeniero Felipe Bertrés el trazado de su famoso Plano Regulador, al que el talentoso profesional acompañara con unas memorias que habrían de hacer historia en nuestra organización urbana. Señalaba Bertrés la necesidad de adoquinar todas las calles centrales del pueblo, aunque para entonces, justo es reconocerlo, las cuatro esquinas de la Plaza de la Libertad, ya se encontraban empedradas, con el viejo sistema de emparejar cantos rodados de gran peso y calibre, aplicados sobre terreno barroso chirle; luego, al secar, entregaba una superficie sólida, aguantadora y casi impoluta, aunque también ese sistema resultaba muy vulnerable a nuestras características tormentas, luego de las cuales, invariablemente, se debía repetir la operación.
Es de imaginar, asimismo, el destrozo que producirían en las calles, cuando el piso no se encontraba muy firme, luego de las lluvias, el tránsito continuo de los enormes carretones, cuyas ruedas, en algunos casos, tenían hasta 2.70 mts. de diámetro, imprescindible para poder vadear algunos pasos, aunque, seguramente no todos.
Tales vehículos, con el peso enorme de sus cargas, transitaban con absoluta y quizás necesaria liberalidad por el centro del poblado, con el consiguiente saldo de daños en las calles y hasta en las casas, ya que al ser tirados en su mayoría por dos yuntas de bueyes, poseían una maniobrabilidad muy gruesa y, cuando debían girar en las ochavas, si el boyero no resultaba muy baquiano, con las mazas colisionaba en las frágiles paredes de adobe de las casas esquineras, que fácilmente cedían ante el peso de los brutales transportes, con los consiguientes daños.
Por tal peligro, algunos vecinos advertidos, enterraban en los frentes de sus casas, profundamente, enormes troncos de algarrobo, de quina, de cebil, o de quebracho, para que hagan las veces de contenedores ante la colisión de los carretones sin dirección.
Una ciudad con 75 manzanas
Recién por la década de 1870 entendimos los tucumanos la necesidad de las veredas, de la seguridad que para las casas y para las personas representaban y, por consiguiente, recién para entonces, toda nuestra ciudad, o al menos los sectores del casco céntrico, se enveredó definitivamente, poniendo la mira los modernistas, a partir de allí, en los proyectos de empedrados de las calles o, mejor aún, de ser posible, de los prácticos y modernos sistemas de adoquinados.
Nuestra ciudad, por la citada década, estaba compuesta de 75 manzanas, y poseía una población de 39.000 habitantes, según lo arrojaba el censo practicado en 1869, que contabilizaba para toda la provincia 109.000 habitantes, que residían en 15.782 casas habitaciones de distintas características y categorías.
Contaba don Arsenio Granillo, en su inefable obra Provincia de Tucumán, que existían en la ciudad capital, por esos años, bellísimas casonas de arquitectura europea y ultra modernas, tales como las de: don Juan Manuel Méndez, la de don Felipe Posse, la de don Wenceslao Posse, de don Crisóstomo Méndez, de don Rufino Cossio, la casa de don Federico Helguera, la de don Vicente Gallo, la del doctor Zavalía, la de don Agustín Muñoz y la de don Ricardo Reto. Cabe señalar que la de los Zavalía (que fuera donde se jurara la Independencia el 9 de julio de 1816, antes de ser adquirida por la Nación) se la tenía en cuenta por su prosapia histórica y por sus enormes dimensiones, más que por su belleza o estado de conservación.
Por entonces, nuestra plaza de la Libertad, actualmente Independencia, se consideraba como una de las mejores de la República, tanto por la belleza de su entorno, edificios y construcciones, luminosamente pintados, como por sus comodidades interiores, sus caminerías y su jardinería.
Balance del crecimiento
Hoy, notando que la ciudad se ha beneficiado con una progresión demográfica de 20 veces; que supera en algo el 100%, cada periodo de 25 años, calculados como índices de crecimiento razonables, dentro de los estudios estadísticos poblacionales del mundo; cabría la reflexión de preguntarnos si habremos avanzado también, en igual proporción, en los factores que hacen al confort habitacional, referido al número y calidad de las viviendas, y en la implementación de los servicios que necesitan los calculados 900.000 o algo más de habitantes actuales de la ciudad capital junto al gran Tucumán.
Abel Novillo
(Historiador y escritor)
LIBROS PUBLICADOS POR ABEL NOVILLO:
1991 «Don Alejo», 1993 «Las memorias del coronel», 1994 «Las aristas del círculo»,1995 «La Juana Azurduy», 1996 «El sirviente del diablo», 1998 «La ventana de la conciencia», 1999 «Ensayo biográfico de Juan Domingo Perón», 2000 «Cuentos para dormir-se», 2001 «El último sol», 2002 «Tamue», 2003 «Kharla», 2005 «La Argentina que yo viví», 2007 «Isabel», 2008 «Marcelina Catriel», 2009 «Infierno blanco», 2011 «De los Díaz Vélez», 2013 «Don Julio el zorro», 2014 «Justo», 2016 «De nuestro Tucumán», 2017 «Madame Linch», 2017 «Carlota Joaquina», 2018 «El Generalísimo», 2019 «Desireé», 2020 «La Guerrero Cueto».
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